Todavía; Las malas pinturas
El año 1978, el New Museum of Contemporary Art de Nueva York inauguraba la muestra “Bad Painting” ; de esta muestra, el texto homónimo escrito por Marcia Tucker pronunciaba una idea respecto de aquellas pinturas que no necesariamente correspondían a los cánones clásicos del buen gusto de entonces; la figura que presentaba la autora era la de una “mala pintura” y a través de ella se referiría a aquella “obra que elude las convenciones del arte elevado, tanto en términos de historia del arte tradicional como en lo de los gustos o las modas más recientes.”[1] La exhibición, reunía trabajos en pintura que no tendrían mayor nexo común que el de su iconoclastia y la propia sensibilidad expresionista de los trazos que componían cada una de las telas. Este contexto frente a las expectativas formales y narrativas de un escenario artístico en el que aún predominaba el conceptualismo, proyectaron sobre este panorama pictórico el supuesto de cierta condición vanguardista procurado por el antagonismo respecto a la práctica vigente.
Es sabido que, en términos de representación pictórica hay aspectos formales que se traducen hoy en el juicio estético como cualidades positivas; uno de ellos es el de la traducción realista de la pintura a través de principios como la perspectiva, la luz, y otros; en el caso de la muestra de la que reflexionaba Tucker, las obras planteaban con franqueza un desprendimiento respecto de los preceptos estilísticos de aquel tiempo; ¿Cuáles eran los valores entonces de aquellas malas pinturas?
Podría decirse que otrora, como en la actualidad, persiste el cuestionamiento acerca del valor intrínseco de la pintura como medio de representación artística. Veinte años después de dicha exposición y en un escenario completamente distinto, en medio de la condición hipermediatizada de la visualidad y la tecnificada incursión de ésta hacia todos los horizontes del desarrollo artístico en la actualidad, se fragua una muestra que más que con la novedad, la arrogancia de la innovación medial y la publicitada originalidad de las reformulaciones y cruces de lenguajes tan propios del vocabulario del arte contemporáneo; viene a replantear, o mejor, a ofrecer una pausa frente al precipitado vértigo de la industria de la representación y la imagen.
El calificativo industrial en cuestión, se hace pertinente en tanto que constituye la figura alegórica que intenta graficar el proceso de mecanización en la producción, representación y circulación de las imágenes. En ese horizonte entonces, la propuesta de bajos decibeles que presentan los artistas Francisco Bruna, Diana Navarrete, Javier Rodríguez y Bárbara Oettinger, apela a una suerte de enjuague respecto del preciosismo accesorio del arte contemporáneo, y, en particular, de la pintura.
No se trata ahora tampoco de cumplir con los estándares mediales de una pintura hipersensible, pulcramente realista o de innovaciones formales; Maquinaria Pesada integra, como hace veinte años cierta libertad creativa respecto de la sofisticación recursiva del arte contemporáneo y se unifica a través de la metáfora industrial como parámetro de la representación visual y de la distancia que les permite deshacerse de efectismos y conexiones vertiginosas respecto de la contingencia visual para hurgar ante todo en la sencillez de la plasticidad. Desde ése único vínculo, los trabajos despliegan aproximaciones diversas respecto del valor de la pintura; por una parte, los trabajos de Diana Navarrete y Bárbara Oettinger abordan la pintura con un ánimo expresionista y saturado en color; por otro, Francisco Bruna y Javier Rodríguez toman distancia de la precisión realista para sugerir el despliegue de cierta sensibilidad material que de a poco ha sobrevenido como una de las cualidades fundamentales de la pintura.
En consideración a lo anterior, cabe preguntarse nuevamente: ¿son éstas malas pinturas? A través de diferentes aproximaciones entonces, Maquinaria Pesada constituye la materialización de un antagonismo frente a la seductora opulencia de los actuales medios de representación pictórica y en ese horizonte, intuye una reflexión respecto del sentido que tiene hoy, replegarse a una tradición que dista de los sofisticados mecanismos de reproducción y representación de la imagen. Valiéndose de los recursos más clásicos de la tradición pictórica (es decir, formato, plasticidad y materialidad), los trabajos que se disponen formulan una lectura respecto de esa industria, desde una narrativa que parte de la premisa de una práctica, sino obsoleta (en cuanto a equidad medial respecto de los actuales estándares de reproducción), es aún resistente en su facultad crítica respecto de los índices aquí citados.
Es ese valor crítico de la pintura, como instrumento aún rudimentario, el que constituye el valor de esta propuesta, la perseverancia de recuperar espacios de interpretación y construcción visual a través de un frente silencioso y depurado de elementos accesorios (formales y/o narrativos), y cuya capacidad de construir “realidades” nos permite purgar aquella condición de resistencia frente a la compulsividad sígnica y metafórica del carácter contemporáneo del arte y la visualidad.
[1] Marcia Tucker; “Bad” Painting. En, Los Manifiestos del arte Posmoderno. Textos de exposiciones 1980-1995. Ed. Anna María Guasch. Akal/Arte Contemporáneo pág.56.